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Pisco en el Mundo En busca de la cocina peruana

Uno de los más frustrantes dramas de la cocina peruana ha sido su  incapacidad de darse a conocer internacionalmente en todo su esplendor. Es decir, desplegando plenamente la sofisticada y original suculencia de su mestizaje gastronómico.

Si grandes cocinas como la francesa o la china llegaban a imponer sus referentes por todo el mundo cual viajeros de gala, la peruana apenas solía desplazarse al extranjero en plan de polizonte novato, intentando articular con bagaje minimalista y recursos precarios una comida típica amparada sobre todo en platos caseros que tendían a centrarse más en lo pedestre que en lo refinado.

La gran cocina peruana requería un pasaje de mayor categoría para viajar bien por el mundo ancho y ajeno. Y la ocasión para empezar a darse a conocer con categoría. El momento parece haber llegado, según lo demuestran varios inspirados embajadores culinarios. Estos, utilizando a Santiago, Los Angeles, Nueva York, Washington, Londres, Tokio, Milán, Madrid o Miami como vitrinas, han permitido a cada vez más numerosos comensales iniciados en la comida peruana disfrutar poco a poco en el extranjero de su justa fama.

Si bien los lectores han podido regodearse en los últimos lustros con obras tan fundamentales de la cocina peruana como El Perú y sus manjares, un crisol de culturas, de Josie Sison Porras de de la Guerra, o La gran cocina peruana: La cocina auroral, moderna y contemporánea del Perú, de Jorge Stanbury Aguirre , hacía falta una actualización que la apuntalara en forma más detallada internacionalmente, explicando sus orígenes, su desarrollo histórico y las condiciones que llegaron a asegurar el despunte que sustenta su auge actual. Y que resumiera, de paso, la diversidad de sus recetas esenciales. El poeta, astrólogo y cronista gastronómico Rodolfo Hinostroza intenta sacarle partido a esta oportunidad en Primicias de cocina peruana (León: Everest, 2006).

Para los que lo conocen, no sorprende que Hinostroza asuma su afición a la cocina peruana casi como un sino. Lo hace influenciado por parientes entrañables: su tía abuela Lucha --Lucía Ruiz-Huidobro del Río--, a la que dedica el libro y glorifica en un amago de poema, o su propia hermana Gloria Hinostroza, supervisora y arreglista, cuando no artífice junto al legado de chefs de la talla de Francisca Izquierdo, Rosita Yimura, Marisa Guiulfo, Humberto Yuichi Sato o Aldo Danovaro, de algunas de las 100 recetas probadas y magníficamente fotografiadas por Carlos Rojas, tanto clásicas como originales, con las que cierra la obra.
Antes de llegar al recetario, Hinostroza nos embarca en una aventura multidisciplinaria, endosándonos un recorrido histórico por las cocinas de la Conquista, de la Colonia y de las eras Republicana y Moderna. Luego, entra de lleno en elucubraciones más contemporáneas, en las que cobra protagonismo insospechado la propia figura del autor.

 Este rememora y opina acerca de sus vivencias culinarias tanto en el Perú como en el extranjero, sacando a colación hasta su fugaz experiencia como restaurador en la añorada cebichería El Mono Verde de El Silencio.

Hinostroza deslumbra por momentos con su ingenio, pero, víctima de su informalidad, también tiende a divagar. A veces lo hace hasta causar irritación, como cuando cae en una apología patriotera del pisco peruano en desmedro del chileno sin mucho conocimiento de causa.

Pero es convincente cuando se centra en los temas que más domina, como las figuras emergentes que apuntalan la nueva cocina peruana. Destaca, por ejemplo, a varios abanderados de la cocina japonesa-criolla, que él mismo bautizada en su día como nikkei. O a otros innovadores como Danovaro, cultor de una cocina ítalo-chalaca originada en el puerto de El Callao (sus hijos regentan ahora una sucursal, el también notable Francesco, en Coral Gables, Miami).

Hinostroza es selectivo en su entusiasmo. Tiene sus favoritos y a otros les presta escasa atención. Astrid y Gastón Acurio, grandes impulsores de una cocina de autor, llegan a ser alabados muy de paso, y sin alusión alguna a los exitosos esfuerzos que despliegan por difundir su sofisticada cocina en el extranjero. Asimismo, pese a mencionar favorablemente al limeñísimo restaurante japonés Matsuei, Hinostroza no llega a revelar que uno de sus fundadores, Nobu (Nobuyuki Matsuhisa), es ahora uno de los chefs más cotizados del planeta. Y que sigue haciendo mucho, con sus propias variantes de cebiches y tiraditos, amén de numerosas salsas de inspiración criolla, por difundir por medio mundo las virtudes tanto de la cocina nikkei como de la peruana.
Cierta parquedad informativa también se siente en la bibliografía, no muy propensa a destacar otros libros de cocina peruana. Ni rastro, por ejemplo, de La cocina según Sato: Pescados y mariscos a la manera nikkei de Mariella Balbi (Lima: Universidad San Martín de Porres, 1997). O de Las recetas de Rosita Yimura: La cocina nikkei y algo más (Lima: Peru Reporting, 1995), libro en el cual el propio Hinostroza figura de prologuista.

Pero estas limitaciones no hacen más que apuntalar la singularidad de la obra, que se cierra con un recetario de antología, doblemente gratificador para aquellos con ciertas nociones de cocina y sólidos criterios, o buena intuición, en cuanto a tiempos de cocción. Este incluye muestras representativas de la cocina criolla limeña, así como platos de las costas norte y sur, y hasta de las cocinas andina y amazónica.
Buen pretexto para adentrarse en la cocina peruana y saborearla más allá de la lectura.

Alex Zisman reside en Calgary, Canadá.

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