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Pisco /Perú: el país que no conoces

Reserva paisajística Nor Yauyos Cochas: Paraísos del agua

La Reserva Paisajística Nor Yauyos Cochas fue creada el 03 de Junio del 2001. Entonces era la primera en su género puesto que ahora hay una más en la zona sur del Perú. Se la creó con la
intención de proteger precisamente el lugar por donde el río Cañete se abre paso descendiendo desde los nevados hasta desembocar en la costa, dejando en todo el recorrido un paisaje
irrepetible en todo el país lo cual dice mucho si se tiene en cuenta que el Perú es uno de los países más favorecidos con paisajes de extrema belleza.

Hacia allá nos dirigimos con mis compinches luego de nuestro “bautizo de fuego” en las faldas del Pariacaca. Luego de caminar por los bordes de la mítica laguna Mullucocha nos adentramos en la quebrada del mismo nombre y para nuestra sorpresa encontramos por fin una señal de vida.

Unas humildes casitas en medio de todo ese silencio infinito.  
Entramos con cuidado, buscamos entre los corrales, detrás de las puertas y por fin apareció un hombrecito tranquilo y sereno.
Habíamos interrumpido su labor con un telar de madera.

- “Queremos ir a Vilcas” le dijimos.
- “Ah” nos responde. Se queda en silencio y luego de un rato prosigue: “No es muy lejos, quizá 4 o 5 horas caminando”.

Nos alegramos por la buena nueva, por fin llegaríamos a la hermosa Vilcas, pueblo del que habíamos oído tanto, ya no faltaba nada. En esas estábamos cuando el buen hombre trajo en picada el avión de la ilusión: “Pero a paso de limeño joven… será un día pues”. De pronto la lluvia. El señor nos invita a quedarnos en su casa, se lo agradecemos pero debemos continuar.

Sólo había que esperar que la lluvia se detuviera. El cielo había bañado al mundo fugazmente pero en abundancia.

Nos despedimos de nuestro buen amigo y caminamos de punta entre los meandros y el agua encharcada en el ichu, como bailarines de ballet vestidos con ropas de aventureros. Decidimos no seguir bajando por la quebrada sino más bien trepar unos cerros para encontrar el río Cañete y dejar que nos guíe en nuestra búsqueda de los pueblos de la reserva Nor Yauyos Cochas y así nuestra salida hacia la costa. Felizmente ahora los cerros ya no eran mucho problema subirlos, total, las piernas se habían acostumbrado “Pónganme el Himalaya delante que me lo subo” bromeábamos.

¡POR FIN, LA RESERVA!

Desde la cima de esos cerros por fin vimos lo que buscábamos: El río Cañete cuyo nacimiento está bastante cerca al poblado de Tanta que habíamos evitado no sin pena. Ahora, todo será
descenso. Nos encontramos con la pista que sube desde la carretera central hasta el pueblo de Tanta el cual habíamos andando un tramo para empezar la aventura del Pariacaca.

Continuamos hasta que llegamos al puente TRAGADERO (4,089 msnmn), zona que es conocida así por que el río Cañete, tan abundante de aguas y ancho de cauce de pronto se vuelve un hilo de agua famélico para ser “tragado” por un boquerón que aparece en el suelo y luego reaparecer varios kilómetros más adelante, de nuevo grande, hermoso, prístino y tamizado de colores imposibles. Cosas de la naturaleza que uno no entiende pero que le fascinan.

Seguimos caminando por la margen izquierda del río por donde aún se extienden restos del camino inca que baja a la costa. Ya atardecía y sol se descompuso en colores de sueño, el cielo
se pintó dulcemente, tonos suaves y delicados. La mano de la naturaleza estaba combinando en su paleta todas las posibilidades cromáticas que uno se podía imaginar, un resplandor súbito nos atrapó como un rompimiento de gloria en medio de la pampa extensa, verde. ¿Una explosión
nuclear? ¿Qué es esto? Ya estábamos dentro de la reserva y poco a poco íbamos entendiendo

esa fama de belleza descomunal que se ha ganado.

Así, con esa luz del sol como una caricia sobre nuestras cabezas, caminamos en silencio, seguramente para tratar de extender el tiempo, anchar los segundos, no permitir que ese
momento se nos vaya de la vida como una quimera.

Ya era muy tarde y decidimos caminar un poco más, quizá Vilca aparecería. Habíamos hecho un mal cálculo y ya no teníamos más gas. Había comida pero de qué valdría si no había con qué
cocinar. Por fin pasamos Pachachaca, una especie de puente natural que permite el cruce hacía la margen derecha del río desde donde empieza un camino bien marcado que nos llevaría a Vilcas, pero eso sería al día siguiente.

Nos acercamos a una casita en medio de la nada para que sus dueños nos permitieran acampar en su corral. Llamamos pero no había nadie, seguíamos llamando y ni un alma. Cuando de
pronto, sacado de no sé donde, apareció un perro con las fauces abiertas como las de un león y muy lindo él quiso poner a prueba sus dientecitos en mi pierna, yo no lo había visto pero Sergio sí
y menos mal que antes de que mi pierna probara la eficacia canina el pobre animal sintió la eficacia de una patada de mi compinche.

Felizmente porque una mordedura rabiosa en medio de la nada no creo que hubiera sido una buena experiencia. Como nadie contestó igual armamos la carpa en el corral. Llegó la noche y
con ella el hambre, nos mirábamos la cara. A mí me sobraba un atún y a Claudio una galleta, Sergio tenía la botella de Pisco aún entera: adelante! Repartimos el atún en partes
proporcionales (es decir un poquito para ti, otro poquito para mí), lo mismo hicimos con las galletas (o el polvillo que de ellas había) y nos tomamos el pisco sin combinar con nada. Puro, como un lanzallamas en la garganta.

Salimos a ver el cielo nocturno, una epifanía: el gran telar azul tenía prendido un sinfín de luces, tantas y tan radiantes que podíamos ver los caminos, los cerros, el curso del río, la infinidad que es el universo.

 VILCAS O ALGO ASI COMO EL SANTUARIO DEL AGUA

Al día siguiente muy temprano levantamos carpa y proseguimos camino. Era jueves, se suponía que ese día ya debíamos estar en Huancaya adonde llegarían algunas amigas subiendo por la
costa y nosotros estábamos en… no sé donde.

"Aceleremos el paso porque si no se preocuparán". Pero es tan difícil apresurarse si la belleza absoluta te rodea, si la paz es un elemento que se respira, que se sienta real, táctil. Tanto
verdor, tanta vida, tanta agua. Laguna tras laguna, todas de aguas mansas y estancadas, azules, verdes, esmeraldas, encendidas, naranjas. Tan tranquilas, sin movimiento que el nadar de un pequeño pato silvestre podía hacer surcos inmensos en sus aguas. Si el agua merece un santuario, una catedral, un lugar donde su capacidad de crear belleza es posible, ese lugar debe ser este.

Hasta que por fin llegamos a la laguna Papacocha (2 kilómetros antes de Vilcas): ayúdame a buscar adjetivos, epítetos, palabras claves para descifrar, para expresar lo que es esto. Una
cadena inacabable de lagunas y lagunillas, de ríos, de campos verdes y pastizales. Y caminar allí, era un sueño.

No sé porqué se me vino a la mente imaginarme niño, cuando mi madre me llevaba a su pueblo y de pronto yo ya mucho mayor haciendo lo mismo y con la misma fascinación. Lo agradecí
completamente, en ese momento me di cuenta que había un puente entre el hombre que dejaba sus huellas en ese lugar y el niño que se embarraba loco de felicidad en las chacras de los tíos en un rinconcito de esta tierra, en la entraña de las sierras: un hambre voraz de conocer, de ir más allá.

Terminada la laguna se nota un inmenso y monumental morro de piedra cuya forma se me antojaba la de un ser ciclópeo, un guardián de un secreto bien guarecido. Era impresionante
verlo, pasamos por su lado y de pronto a lo lejos divisamos el pueblo de Vilcas. ¡Comida!

Entramos entre bosques de eucaliptos que a esa hora despedían su delicado olor.

Lo primero que llama la atención en el pueblo es su puente de piedra y las escaleras que te conducen hasta sus callecitas estrechas. Llegamos a la plaza y decepcionados observamos los
monumentos de cemento (una triste y mala costumbre en los pueblos serranos que copian esta mal entendida modernidad citadina adoradora del fierro y el hormigón) en la plaza.

Las tiendas estaban cerradas, todos se habían ido a cuidar sus animales al campo y nosotros hambrientos. Nos fuimos a ver el motivo por lo cual Vilcas es tan famosa: sus cataratas y sus
puentes de piedra. Una belleza de lugar, agua y más agua, pajonales, pastos, plantas, árboles de eucaliptos y queñuas. No se podía pedir más, eso era perfecto.

De pronto un trueno se trajo abajo la calma y empezó una lluvia descomunal. Nos guarecimos en la rotonda de la plaza cuando de pronto la puerta de una casita que estaba al lado de la iglesia se
abrió, era una tienda pero también había estado cerrado y de ahí salió un señor al que le preguntamos si podíamos comprarle algo para comer y unas cervezas (teníamos ganas de celebrar, no imaginé que iba a extrañar tanto a la raza humana!) para tomarlas dentro, aceptó.  
Compramos unas cuantas y nos pusimos a recordar todo lo vivido hasta entonces en esa aventura. El señor nos prestó su cocina para hacer unos tallarines y nos escuchaba curioso, como
si unos marcianos hubieran llegado al pueblo.

La lluvia paró y decidimos seguir camino a Huancaya. 17 kilómetros nos separaban de ese pueblo y teníamos toda la tarde para hacerlo. Caminamos en medio de las callecitas encharcadas, motivados y alegres (el alcohol había hecho lo suyo, ya saben). Siempre escoltados por las aguas turquesas del Cañete avanzamos por el camino de herradura viendo los abismos de por lo menos 200 metros de profundidad que se abrían a nuestros pies.

Avanzamos bastante cuando al fondo del valle, a lo lejos, podíamos ver la cresta del Pariacaca y los rugidos lejanos de los truenos en una lluvia que caía en alguna parte de ese mundo, sonidos descomunales como una advertencia o despedida del Apu.

De pronto aparecieron, abajo, en el fondo del abismo, las famosas  cataratas de Hualhuas, algo así como un Iguazú en miniatura. El Cañete se desmenuza en cientos de pequeñas cataratas y se convierte en una fascinante muestra de magia acuática. Cerramos la boca y continuamos el camino.

Ya bajando por una ladera vimos que en el cerro de al frente, de la cual nos separaba otro abismo, subía un grupo de personas a las que no se les notaba vestido como los lugareños sino con ropas de trekking. ¿Y si son un grupo de gringas locas que se metieron a caminar por aquí?  
Nos preguntamos con caras de lobos. Ya saben, el bricherismo es un deporte nacional. Nos acercamos al grupo de caminantes cuando advertimos que eran… ¡Nuestras amigas! Cosa
inesperada porque son muy citadinas y nunca las imaginábamos capaces de subir a buscarnos.

Rosita con su hermano y Luz (entonces novia de Sergio) habían estado preocupadas. Corrimos a abrazarlas y a pedir agua o algo para masticar. Toño (creo que así llamaba el muchacho) abrió la
inmensa mochila que cargaba: 4 botellas de ron con dos botellas de Coca Cola! Es decir, nos podíamos morir de hambre, pero nunca de sed.

La alegría era tanta, que allí, en medio de la nada decidimos combinar los líquidos y celebrar. Hasta que después de mucho rato un trueno nos hizo darnos cuenta que como que no estábamos muy seguros allí. Con el paso algo tambaleante (no precisamente por el cansancio) avanzamos y decidimos cortar el camino y bajar por donde pastan los animales para alcanzar más rápido Huancaya.

HUANCAYA: DE CATARATAS, PUENTES Y AMORES EN LA SOMBRA
Este pueblo encanta de entrada. Sus callecitas estrechas, empedradas, con canaletas donde discurre el agua. Casitas humildes pero muy bonitas. Llegamos hasta la plaza, cuadrada, bien conservada. Un grupo de hombres había estado trabajando en la construcción del municipio y estaban ebrios y celebrando con bromas muy graciosas.

Se nos acercó una señora a ofrecernos hospedaje. Estábamos tan cansados que ya no queríamos buscar más, aceptamos. Era un cuarto muy grande donde había 12 o 13 camas, pagamos 10
soles por cada una, incluido el desayuno. Nos aseamos y nos cambiamos de ropa incrédulos de
estar allí, seguros y felices.

La señora nos ofreció un plato de trucha con papa y arroz muy característico de la zona. Lo devoramos. Empezamos a jugar a las cartas y a contar todo lo que habíamos visto en el Pariacaca. Riendo mucho seguimos dándole vuelta al trago. Como estábamos muy cansados nadie quería levantarse de la cama así que nos tirábamos la botella de cama a cama. Al rato llegó una pareja que ocupó las dos camas de al fondo de la habitación. Teníamos sueño, apagamos las luces y a dormir.

LLAPAY, A MODO DE CERRAR EL CIRCULO
Llapay es un pueblo cuya importancia radica en que es un cruce de caminos por donde se puede llegar a muchos sitios muy interesantes y que espero un día poder conocer. Allí podíamos
encontrar un bus que bajara a la costa viniendo desde Huancayo (no confundir con Huancaya) pero otra mala noticia: ese día no pasaba ninguno.

Apareció un señor con su station wagon que se iba a dejar a un pueblo a una señora llevando mercadería. Le dijimos si podía regresar para que nos llevara hasta Magdalena (punto por donde
bajan los buses que vienen desde Yauyos y que van hacia Lima) dijo que sí pero que sería cuando anochezca porque debía hacer algunas cosas y además el bus sale de Yauyos en la noche. Le
tomamos la palabra y le esperamos.

Nos metimos a un restaurante donde una hacendosa señora nos preparó un contundente lomo saltado por el que le hubiera dado mi reino, de tener alguno. Bien comidos nos animamos por
otras cervezas mientras esperábamos y luego por algo de ron (esto ya parece el tour etílico de  los bares del centro!) mientras jugábamos a los dados y a las cartas, contábamos chistes y nos
reíamos como locos, allí en medio de la nada, en un pueblo del que nunca habíamos oído su nombre.

Poníamos música en el equipo que la señora buenamente nos prestó mientras la gente del lugar nos miraba como a fenómenos de la naturaleza. Todos eran muy respetuosos. Hasta que llegó el señor con el Station Wagon y por 70 soles nos condujo hasta Magdalena mientras nos enseñaba los boquerones que la minería informal ha hecho en los cerros destruyendo parte del entorno.

Justo a tiempo, llegamos 5 minutos antes que el bus arribara, de no haber sido así nos habríamos tirado a dormir en la plaza de ese pueblo sin luz. 25 soles y 8 horas de viaje nos trajeron de vuelta a la selva de cemento. Purificados, cansados, algo mareados, pero con la plena convicción de que desde entonces algo, en algún lugar, allí dentro, donde se anidan los sueños, se había despertado, inevitablemente.

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