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Tertulias Pisqueras, Historia y elogio del bar limeño

Los bares suelen ser lugares íntimos y esenciales para sus fieles.  Un bar es el lugar donde ir a celebrar o sufrir como Dios manda. Un buen bar es la quintaesencia de las relaciones humanas. La exaltación de la amistad. O también, cómo no, la soledad profunda. Ésa es su paradoja.

El limeño siempre fue un gran conversador y los bares siempre fueron lugares ideales para su locuacidad, para dar rienda suelta a su labia hiperbólica, a su irrefrenable necesidad de hablar.



Originalmente, en Lima no se uso el anglicismo “bar” y se les llamaba “café”. Pero eran cafés presididos por enormes frascos de “ante con ante”, grandes botijas de pisco y butifarras. Como se sabe, ser eufemístico también es muy limeño.
La tradición de los bares se remonta en Lima al siglo XVI, en que lo que hoy conocemos como Cinco Esquinas, que fue escenario de una taberna llamada La Sirena, refugio de los arrieros y viajeros a su entrada a la ciudad.

Tuvieron fama entonces los frescos que adornaban las paredes del local, que representaban a un grupo de sirenas en actitudes y actos por demás obscenos, bajo el pretexto de servir de enseñanza y advertencia sobre los peligros que encerraban esas prácticas.
Tiempo después, se instaló junto a este local una hermosa mujer llamada “La Culebra”, que como las sirenas de la mitología, se dedicó a extraviar a los pasantes con sus cantos y destrezas amativas. Luego vinieron otras, dando mala fama a la zona y al local.

 Iniciado en el siglo XVIII, en plena Plaza Mayor de Lima, en la esquina del portal de Botoneros, con entrada por la calle Bodegones, se instaló La Casa del Jamón, establecimiento que marcó época. Fue lugar obligado de tertulia y conspiraciones. Existió hasta entrada la República. Frente a esta misma calle se fundó el Café de Bodegones. Serán también los días en que varias pulperías de la calle del Huevo se pusieron de moda. En ellas se expendían diversos productos de uso diario y en las noches eran frecuentadas por la incipiente bohemia limeña, que allí se divertía, conversaba y bebía pisco. Cuenta la tradición que Micaela Villegas “la Perricholi”, frecuentaba alguno de estos locales.

Hacia principios del siglo XIX aparecieron los cafés de San Agustín y de la Inquisición en las calles del mismo nombre.

A fines del siglo XIX y en plena Plaza Mayor, en las esquinas de Palacio con Correo, donde hoy está la Plaza Perú, se estableció y duró más de medio siglo el Bar Canessa, especialista en butifarras y macerados de pisco con los más variados productos. Los había de frutas secas, de almendras, de hierbas y unos muy aromáticos de naranja.

En estos días la vieja Fonda Francesa se convertirá en el Hotel Maury, en cuyo bar se cree se habría inventado el pisco sour. En la actualidad, se mantiene la tradición y es un lugar ideal donde tomar un buen pisco sour.

Otra versión afirma que el famoso cóctel habría sido inventado en el Bar Morris que existió más tarde en la calle de Boza, en el Jirón de la Unión y que tuvo su mayor esplendor en la década de 1920.
Con el paso de los años, Lima se transforma, se moderniza, pero conserva su personalidad díscola y gárrula, por lo que seguirán surgiendo espacios aptos para el cenáculo, la peña y el corro.

En la calle Espaderos se estableció entonces la cigarrería de Enrique Magán. En ella, amén de finos tabacos seleccionados, limpiones y cigarrillos, se expendía pisco del bueno y era por las tardes lugar obligado de charla taurina.

Fiel cliente de este establecimiento fue don Nicolás de Piérola. Precisamente en esta cigarrería es donde fue bautizado como “el califa”, al compararse su extremo valor y audacia con los del matador de toros Rafael Molina “lagartijo”, conocido también como “El califa de Córdoba”.

Piérola, que fue gran aficionado al pisco, también frecuentaba un local llamado Aceitunas y Aguardiente, ubicado en la esquina de las calles Olaya con Camaná en Chorrillos, muy cerca de su casa de veraneo. En este lugar solía reunirse con sus partidarios, para no llevar la política a su casa.

Pedro Benvenutto Murrieta en su deliciosa obra Quince plazuelas, una alameda y un callejón, da cuenta del Café Maximiliano, que existió en la también desaparecida plazuela de los Desamparados.

El Maximiliano fue, a decir de Benvenutto, eje de la vida noctívaga de Lima: “Frecuentado en las horas nocturnas por gente non sancta (…) No cierra nunca sus puertas como que tiene licencia para amanecer, se reúne en él todo el pintoresco mundo del hampa limeña: los badulaques y calaveras de la ciudad, las mujeres malas, sus amantes y toda esa gente lechucera…”

En aquellos primeros años del siglo XX, también ganó fama un local que funcionaba en la calle de la Contradicción de Abajo del Puente. Era un segundo piso con vista al río. Su propietaria era una mujer imponente, de origen italiano, su figura recordaba la de aquellas ilustraciones que mostraban a la Libertad sentada con laureles, gorro frigio y el pabellón peruano. El ingenio limeño la bautizó como “La Libertad parada” y por extensión, a su local, La Libertad.

El nombre hacía honor a las licencias y libertades que los parroquianos se tomaban en él. Fue “La Libertad parada” quien en una noche de pisco y desenfreno bautizó como “La Palizada” a la pandilla de criollos impenitentes que lideraba Alejandro Ayarza “Karamanduca”. La comparó con el desborde del río que pasa arrastrando una palizada incontrolable que se mete por todas partes.

Son los días también en que aparece el Cordano, en la esquina de Pescadería con Rastro de San Francisco, frente a Palacio de Gobierno. Con sus mesitas de mármol, su reluciente máquina de café, sus quesos, jamones, piscos y cervezas. El Cordano sigue vigente y recientemente ha celebrado cien años.

Luego vendrán los Queirolo, el de Magdalena y el de Quilca esquina con Camaná, ofreciendo sus propios piscos y macerados.

Por esos años también tendrán vigencia el Bar Zela de la Plaza San Martín, lugar predilecto de poetas y periodistas, cuya especialidad era el chilcano.

En 1924, el gobierno de Leguía articula con el sector privado una serie de iniciativas para dotar a Lima de una moderna infraestructura y festejar así dignamente el centenario de la Batalla de Ayacucho. Surgen así amplias avenidas, el ornato se enriquece con sorprendentes obras y se decide levantar un gran hotel, que ponga Lima a la altura de las grandes capitales del mundo. Es así que se construye el Gran Hotel Bolívar, en la flamante Plaza San Martín.

El Bolívar transformó la vida social de Lima. Pronto fue el epicentro de toda actividad social. Los sábados eran concurridas las cenas bailables y los miércoles los te danzant amenizados por la orquesta

The Piramos, venida exclusivamente para tal fin de los Estados Unidos. La revista Mundial da cuenta gráficamente de aquellas inolvidables noches en que Lima era más que nunca una fiesta.
Durante los cincuenta el hotel alcanzó su apogeo. El Grill, el Cocktail Lounge y el Bar Inglés fueron testigos de una bohemia legendaria. La intelectualidad limeña, las estrellas del cine mundial, los jefes de Estado, eran huéspedes o comensales obligados. Fueron los días de gloria y de reinado del más caudaloso pisco sour en generosas copas llamadas catedrales, ante las cuales se rindió una genuflexa feligresía.

En 1925, un año después del Bolívar, se inició la construcción de Hotel Country Club de San Isidro, obra que también fue inaugurada por el presidente Leguía, dos años más tarde.

Desde su inauguración el Country Club fue punto de encuentro de la más selecta clientela y hospedó en sus suites a príncipes, presidentes y grandes figuras del arte y la política mundial.
Desde siempre ofreció un magnífico pisco sour que aún hoy, ochenta años más tarde, se puede beber en el Bar Inglés.
Pasados los años se sumó a este repertorio La Casa del Pisco, también en San Isidro, que ofrece piscos de Lima, Ica, Arequipa, Moquegua y Tacna. Es un centro de culto pisquero, sobre todo las noches de los jueves en que funciona como peña criolla a la antigua usanza.

En la actualidad, también se puede encontrar una surtida barra de piscos en el restaurante Las Brujas de Cachiche en Miraflores, así como una insuperable colección de macerados en El Señorío de Sulco, en el malecón del mencionado distrito.

En Barranco aún subsiste el legendario Juanito, frente al parque municipal.

Son locales que conservan la tradición del antiguo bar limeño, de pisco y butifarras, de comidas frías, bares que huelen a madera y costumbre. Bares en los que se siente el pulso de Lima, esa ciudad vieja y poética ante la cual es inevitable caer rendido.

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